Corrupción y
Democracia
Por Liliana Pineda para
Zonaizquierda.org
25 de febrero de 2016
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Para
algunos autores la corrupción es un
fenómeno de carácter permanente, que existe y ha existido
siempre en todas las sociedades, tanto las totalitarias como las
democráticas, que no por corruptas estas últimas (sostienen
ellos), dejarían de ser democráticas[i]. Consideran que el grado de
corrupción óptimo no es el de una tolerancia y nivel cero,
ya que los
medios necesarios para alcanzarlo podrían tener
“efectos
indeseables” y, en cambio -alegan-, un cierto nivel de corrupción
podría resultar “funcional” económica y políticamente[ii]... Desde esta perspectiva, democracia
y corrupción, al igual que democracia y prevaricación, o
democracia y lavados de activos, e incluso democracia y asesinato,
no serían términos incompatibles y, de la misma manera que ocurre con la
enfermedad, su permanente existencia no implica que debamos
aceptarla o dejar de luchar contra ella.
González Amuchástegui[iv], a partir de un enfoque más
restringido, sostiene que la lucha contra la corrupción, al
comportar ésta la omisión de un deber por parte de un decisor, y por
tanto un acto de deslealtad con respecto al sistema normativo
relevante (uno de los aspectos más débiles de los sistemas
democráticos contemporáneos), pasaría necesariamente por una
potenciación de los mecanismos de lealtad al sistema. La
deslealtad sería, para este autor, el elemento más
característico de la noción de corrupción, aunque acepta que el
reproche moral que merece esa deslealtad dependerá de la calidad
moral del sistema normativo relevante (cuanto más democrático
sea el sistema normativo relevante más justificada será la
crítica a la deslealtad), pudiendo prefigurar supuestos en los
que dicha deslealtad pueda incluso ser merecedora de aplauso[v]. También defiende la tesis de que un
Estado democrático de derecho es el sistema político que menos
favorece la corrupción y es el sistema político que mejor lucha
contra la corrupción [vi]. Esto no
significa, afirma, que en las democracias no haya corrupción, y
que ésta no pueda poner en cuestión la legitimidad de las
instituciones y de los partidos políticos, e incluso de los
poderes fundamentales en los países en los que la separación de
poderes es un principio fundamental [vii],
sino, sencillamente, que las oportunidades para la corrupción
son tendencialmente mayores en las dictaduras que en las
democracias; y que los casos de corrupción en un sistema
democrático son descubiertos con mayor facilidad, pues en estos
sistemas se tiene mayor acceso a información y se conoce mejor
la realidad.
Desde una perspectiva de "modernización", cuanto mayor
sea el grado de desarrollo de una decisión política, menor será
el grado de corrupción[viii]. También la
perspectiva "de la moralidad" tiende a establecer una
cierta correlación entre dictadura y corrupción, o entre mayor
democracia y menor corrupción [ix]. La
dureza de los regímenes dictatoriales ocultaría las decisiones
arbitrarias y el robo a mansalva.
“En España, en diferentes
momentos de su historia política -la dictadura franquista y la
democracia-, a las dificultades anteriores hay que añadir una
tercera relacionada con la más que probable existencia de
cambios en factores externos decisivamente influyentes en la
realidad de cada país, de tal modo que la razón última de un
hipotético mayor nivel de corrupción en España democrática que
en la España franquista probablemente habría que buscarla en
determinados cambios operados en la realidad política económica
mundial precisamente durante los primeros años de la
instauración de la democracia en España, y no en la democracia
en sí'[x].
En resumen, para los autores citados, la cuestión que se
plantean es si existe o no un tipo de corrupción genuinamente
democrática y que sólo se produce en regímenes democráticos,
con factores propios y costes (necesarios) para la democracia.
“La presencia de partidos
políticos y de sindicatos, la celebración de elecciones, la
necesidad de que los ciudadanos abandonen intermitentemente sus
ocupaciones privadas para dedicarse a la gestión de la cosa
pública, la profesionalización de la carrera política y sindical
son factores que inciden muy pesadamente en las prácticas
corruptas tradicionales prestándoles un color democrático
característico”[xi].
De esta manera, afirman,
aunque sea posible calificar de “democracia con un alto grado de
corrupción” el régimen político de un determinado país, en vez
de “no-democracia”,
sin embargo no sería acertado tildar a un país en principio
democrático, pero con altísimos niveles de corrupción, de
“democracia corrupta”,
pues denominar un fenómeno con dos palabras que encierran
prácticas contradictorias, sería -dicen estos autores- un
contrasentido. Ahora bien, si la corrupción quiebra la
lealtad democrática al sustituir el interés público por el
privado, cuestionando la separación de poderes, y la
independencia del Poder Judicial; es decir, si alcanza un nivel
de extraordinaria gravedad, sería inexacto seguir hablando de
democracia, incluso de democracia corrupta. De esta reflexión,
deducen, es posible hablar de dictaduras corruptas pero no de
democracias corruptas.
“La
corrupción pone en peligro los valores mismos del sistema: la
democracia es herida en el corazón; la corrupción sustituye el
interés público por el privado, mina los fundamentos del estado
de derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia
favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes
a los medios públicos”[xii].
Entre las circunstancias
sociales y económicas genéricas que favorecen la aparición de la
corrupción, los autores citados identifican el cambio de
valores (como consecuencia de la modernización y el rápido
crecimiento económico) con la aparición de nuevas actividades
económicas y nuevas fuentes de riqueza y de poder; asimismo, el
incremento de las oportunidades políticas en relación con las
oportunidades económicas -en un contexto internacional,
competitivo y desconocido-, que hace que la política se
convierta en un medio de promoción profesional y social;
y también el desequilibrio institucional entre el protagonismo
de algunos actantes y los recursos necesarios para
desempeñar su papel, lo que puede conducir a buscar esos
recursos mediando prácticas poco ortodoxas. Y entre las causas
específicas que pueden estimular la práctica de comportamientos
corruptos, recogen las formuladas por Anne Deysine
[xiii]: Salarios públicos de bajo nivel;
interinidad de la función pública; ausencia o ineficiencia
(debilidad o escasa probabilidad de sanciones, reproche legal o
sanciones legales inexistentes); sobrerregulación administrativa
o ineficiencia de gestión; defectos en la organización
burocrática; magnitud económica derivada de la decisión pública;
doble lealtad del agente (al público y a la organización que
pudo haber contribuido a su promoción); y la cooptación[xiv].
"Corrupción es
igual a monopolio de la decisión pública más discrecionalidad de
la decisión pública menos responsabilidad (en el sentido de
obligación de dar cuentas) por la decisión pública"[xv].
Pero como toda concepción que
arranca de un pensamiento liberal, tras exponer las causas
genéricas y las específicas de la corrupción, esta visión del
fenómeno rechaza el análisis de las causas y de los contextos
jurídicos, políticos, económicos y sociales que puedan favorecer
las prácticas corruptas, o puedan servir para derivar de ellos
la realización de dichas prácticas. Desde la perspectiva
liberal, las personas no están determinadas, y por eso sus
prácticas corruptas, se deben a que han tomado la decisión de
realizarlas, y de ninguna manera porque estén relacionadas con
la globalización económica, la ineficiencia de la organización
burocrática y el incremento de la discrecionalidad. Es decir la
causa última de la corrupción es la conducta deshonesta del actor
público:
“En último término la
corrupción se da única y exclusivamente porque un individuo, sea
cual sea su entorno, toma la decisión de realizar una acción
determinada, la acción corrupta. Y ésta es la razón por la que
siempre existirá la corrupción: no hay ningún sistema de control
posible ni ningún antídoto tan eficaz como para impedir
totalmente una opción individual de este tipo. En todo caso ese
sistema o ese antídoto tendrán mucha más fuerza si son internos
al individuo (educación, convicciones, etc.) que si son
meramente externos”[xvi].
Para responder la cuestión de si estas causas genéricas o
específicas (o condiciones últimas) de la corrupción se dan
solamente en contextos democráticos, González Amuchástegui
afirma que el incremento de las oportunidades políticas en
relación con las oportunidades económicas, es un problema
inseparable, aunque no necesario, ni irresoluble, de la
democracia. Reconoce la existencia de un desequilibrio
institucional que puede conducir a muchos partidos políticos en
diferentes países democráticos a buscar vías ilegales de
financiación. Cree que el fenómeno de la corrupción es el más
preocupante de las actuales democracias, que se concreta en una
"colonización' de la administración por los partidos políticos
(a mayor concentración en los procesos de toma de decisiones,
mayor discrecionalidad en los decisores, menor responsabilidad
por las decisiones tomadas, y más corrupción). Y aún discutiendo
la vinculación entre responsabilidad y democracia, o
discrecionalidad de los decisores y dictadura, (pues la
discrecionalidad de que gozan los dictadores es difícilmente
traspasable a todos sus funcionarios, cargos y operadores
jurídicos), se pregunta: ¿Quién goza de más discrecionalidad: un
juez en una dictadura o en una democracia? Garzón Valdés, por su
parte, responde que la discrecionalidad en dichas instancias es
una consecuencia del deseo democrático de que los operadores
jurídicos tengan en cuenta los intereses de los ciudadanos:
"La dificultad
empírica de controlar las violaciones del ejercicio legítimo de
influencias es lo que justamente suele volver a las democracias
más vulnerables a la corrupción que los Estados totalitarios,
una de cuyas características es precisamente la imposición de
vallas al ingreso de influencias ajenas al aparato decisor
dictado”[xvii].
En cuanto a la mayor necesidad
de los agentes públicos en una democracia, de rendir cuentas de
sus acciones, los referidos autores recuerdan el fracaso que
supuso la reforma del código penal de 1995 en España, que
condujo a la unificación de conductas corruptas como "tráfico de
influencias”. Coinciden por tanto con los juristas que
consideran que el derecho penal resulta inapropiado para el
control de conductas con propósitos ilícitos. Y concluyen,
respecto a la "causa última de la corrupción" (la conducta
deshonesta del agente público: la decisión de actuar
deslealmente), que la solución pasa por “potenciar los
mecanismos internos de adhesión al sistema, por fortalecer el
compromiso ético de todo tipo de decisores, por estimular las
fuerzas que tienden a la comunidad”[xviii].
Por fortuna (en
opinión de quien escribe),
otros autores han adoptado un enfoque diametralmente distinto. Así José Manuel
Naredo, recogiendo una intervención de José Vidal Beneyto en el
Foro Público sobre Corrupción y Democracia
[xix], apuntaba:
“El
problema no es el que enfrenta corrupción a democracia, sino el
de la corrupción de la propia democracia y señalando como
causa radical de este fenómeno la incompatibilidad de fondo que
se observa entre capitalismo y democracia. Precisemos por este
camino la forma que adopta esa contradicción en nuestro país y
la dimensión que alcanzan las prácticas corruptas. Desde este
enfoque más amplio, los casos de corrupción que se detectan
vienen a ser la punta del iceberg de males mucho más extendidos,
heredados de la simbiosis entre capitalismo y medio siglo de
despotismo franquista… y de una transición política que excluyó
a los críticos del sistema, para acomodar, bajo nueva cobertura
democrática, las élites del poder que siguen tomando las grandes
decisiones y favoreciendo los grandes negocios de espaldas a la
mayoría. Las mismas administraciones públicas siguen estando
parasitadas por los intereses empresariales o partidistas que
mandan en cada sector… o en cada municipio, haciendo que
trabajen a favor de estos de forma normal y que la corrupción
prospere las más de las veces con cobertura legal”[xx].
Aunque no se tiene la intención
de abordar en estas páginas el tema de la corrupción y la ética,
ni siquiera para aventurar una enumeración de los rasgos
distintivos del problema, sí se quiere resaltar que cuando existe
un sistema normativo principal al que se enfrentan o del que se
distancian los actos o los procesos corruptos, y se apela al uso
ilegal o no ético del cargo público con fines de beneficio
personal o político, suele decirse que la corrupción desafía, en
el terreno de las caracterizaciones y las pautas culturales, "la
normatividad jurídica positiva"[xxi].
______________________
[i]
González Amuchástegui, Jesús; Garzón Valdés, Ernesto; Francisco
J. Laporta; S. Álvarez
[ii] Cfr. González Amuchástegui, Jesús. “Corrupción, democracia
y responsabilidad política” http://www.cervantesvirtual.com/obra/corrupcin-democracia-y-responsabilidad-poltica-0/
p. 12.
[iv] Cfr. González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 14.
[v]«No alcanzo a comprender cuál pudiera ser la ´vergüenza` que
pueda haber sentido Oskar Schindler al sobornar a los jefes de
un campo de concentración nazi y salvar así la vida de no pocos
prisioneros judíos». John T. Noonan, Jr. Citado por Garzón
Valdés, Ernesto, en: “Acerca del concepto de corrupción”.
http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras45-46/texto11/sec_1.html
[vi] Laporta San Miguel, Francisco. Citado por González
Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 21.
[vii] En esa línea de pensamiento Andrés lbañez, planteó una
antigua inquietud del pensamiento político, desde San Agustín a
Kelsen, a propósito de la experiencia del poder: ¿cómo
distinguir el poder de las instituciones estatales legítimas,
del ejercido por una banda de ladrones? De ahí se desprende que
la corrupción fuera capaz de convertir instituciones estatales
legítimas, no en instituciones estatales legítimas mal -inmoral
o delictivamente- gobernadas -y por lo tanto, susceptibles de
crítica, reforma y cambio de titulares sino en instituciones no
legítimas. Cfr. González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 10.
[viii] “La realidad cotidiana de los países altamente
industrializados ha puesto de manifiesto la falsedad de esta
tesis” Garzón Valdés, Ernesto. Op. Cit., pp. 239-69.
[ix] Laporta San Miguel, Francisco: “Si en un sistema
democrático se dan casos de corrupción tenderán a darse
predominantemente en algunos intersticios del sistema a los que
no ha llegado el efecto democratizador'. Laporta San Miguel,
Francisco. Citado por González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p.
15
[x] González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 16.
[xi] Nieto, Alejandro. Citado por González Amuchástegui,
Jesús. Op. Cit., p. 17.
[xii] Della Porta, Donatella; Meny, Yves, “Democracia y
corrupción”, en Metapolítica, núm. 45, México, 2006, p.18.
[xiiii] Ibíd.
[xiv] González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 19.
[xv] Robert Klitgaard. Citado por González Amuchástegui, Jesús.
Op. Cit., p. 20.
[xvi] Laporta San Miguel, Francisco. Citado por González
Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 21.
[xvii] Garzón Valdés, Ernesto. Citado por González Amuchástegui,
Jesús. Op. Cit., p. 23
[xviii] González Amuchástegui, Jesús. Op. Cit., p. 16.
[xix]
Celebrado el 30 de noviembre de 2009.
http://www.publico.es/actualidad/corrupcion-y-democracia-debate-hoy.html
[xx] Naredo, José Manuel. “101 dardos contra el poder y sus engaños”.
Icaria. Barcelona. 2012, p. 77.
[xxi] Cfr. Rabotnikof, Nora. Op. Cit., p. 32.
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Corrupción y partidos políticos
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