CARLOS
GRANADA: LA INDIGNACIÓN QUE NO MUERE
Por William Ospina
Pocos meses antes de su muerte estuve visitando a Carlos Granada. Uno
está acostumbrado a hablar del presente con los amigos, y no siempre
encuentra la oportunidad de visitar sus vidas previas, pero aquella
noche Carlos me habló largamente de su infancia en Honda y en Líbano, de
su adolescencia, y de aquel día que marcó a todo nuestro país, el 9 de
abril de 1948, cuando él tenía doce años y fue sorprendido por los
hechos históricos en las calles bogotanas, en compañía de un primo suyo.
Los dos muchachos, deslumbrados y aterrorizados, se dejaron arrastrar
por la curiosidad y recorrieron la urbe desgarrada viendo los saqueos,
los incendios, los crímenes, hasta que ya en la tarde encontraron el
modo de volver a la casa, donde la familia estaba en el límite de la
desesperación sin saber nada de ellos.
Hoy nos resulta difícil imaginar lo que sería afrontar una catástrofe
como la del 9 de abril en un mundo sin teléfonos celulares, donde salir
de la casa era perder contacto hasta el momento en que se regresaba. Oír
a Carlos resultaba tan evocador y tan nostálgico como ver las
fotografías de aquella época, en una Bogotá en blanco y negro de calles
tumultuosas, de comercios cerrados y tranvías ardiendo. Hacía pensar
también en grupos familiares detrás de las puertas escuchando el fragor
lejano de la ciudad en poder de las furias, pensando en esos seres
queridos extraviados en la vorágine.
Salí de su casa no con la sensación de haber escuchado una historia sino
de haber vivido aquella jornada como pudieron vivirla los dos
adolescentes. De muchas otras cosas hablamos, y le prometí a Carlos
volver pronto para seguir escuchando sus historias, pero la muerte
estaba acechando y ya no me fue posible verlo de nuevo.
Carlos es uno de los grandes artistas colombianos de la segunda mitad
del siglo XX, un pintor particularmente indignado por nuestra tradición
de violencia, que hizo un valioso esfuerzo por mirar el horror de los
años cincuenta desde la sensibilidad de un arte que ya no podía
complacerse en estampas realistas ni en filigranas retóricas porque lo
atormenta la presión atroz de la historia.
Compartió desde su época la aventura de los expresionistas alemanes que
le arrebataron sus claves a los desangres de la Primera Guerra Mundial;
la aventura de los muralistas mexicanos que intentaron descifrar el alma
colorida y sepultada de un mundo; la aventura de hombres tan distintos
como Anselm Kiefer, que, marcado por la huella de fuego del nazismo,
tejió en grandes parábolas la soledad del hombre perdido entre los
enigmas del universo y las tumbas de la historia.
Yo había conocido a Carlos hace más de treinta años. Sus amigos artistas
y literatos solían hospedarse en su casa, y uno de ellos era Manuel
Mejía Vallejo. Fernando Herrera me llevó una tarde a conocer al
escritor, y así descubrí no sólo la casa de Carlos, a quien no conocía,
sino la de mi joven amiga Natalia Granada, que era su hija. Desde
entonces frecuenté aquella casa, y vi desfilar por ella a muchos
escritores y artistas de la Bogotá de los años 80. A Oscar Collazos, que
acababa de regresar de Alemania, a R. H. Moreno Durán, incansablemente
ingenioso y festivo, a Darío Ruiz Gómez, a Angel Loockhart, y me
familiaricé con muchas historias que aquellos amigos habían compartido
en otro tiempo.
Carlos Granada vivió una época en España y compartió con artistas que
eran famosos entonces y que siguieron siendo siempre sus amigos, como
Manolo Calvo, a quien conocí más tarde en Madrid. La vida de Carlos
había sido intensa y a veces difícil, tanto por razones de salud como
por su firme rechazo a las farsas de un país que se había acostumbrado a
la violencia y a los abusos del poder. Aunque su obra pictórica estaba
dispersa, porque al parecer él nunca hizo un esfuerzo por recoger las
huellas de su trabajo, por exhibir, como otros, una muestra
retrospectiva, poco a poco fui descubriendo, no sólo en su taller, sino
en distintos lugares, momentos poderosos de su aventura plástica.
Era un maestro de la técnica pictórica, y como tal ofició durante mucho
tiempo en la Universidad Nacional, y en un taller de artistas gráficos
que eran también activistas políticos a lo largo de los años 70 y 80.
Supo antes que muchos algo que es casi un axioma de esta época: que el
arte impone una actitud comprometida frente al mundo y a sus disyuntivas
dramáticas.
No hay obra de Carlos Granada que no esté marcada por ese
estremecimiento, por la indignación ante el sufrimiento de un pueblo,
ante las aberraciones del poder, por la necesidad de manifestarse frente
a los monstruos de la sociedad y de la historia. Su obra no quería
complacerse en las filigranas del color y en las armonías de la forma,
era tormentosa, experimental, incendiaria, quería saltarle al espectador
como un tigre, quería estremecer, quería provocar reacciones.
No era la obra de alguien a quien le interesa que los otros adviertan
que sabe pintar, que conoce la anatomía, la geometría, la perspectiva,
los equilibrios del espectro cromático. Como Picasso, como Goya, después
de tener bien aprendido su alfabeto estético, quería volver a inventarse
todo, porque cada nuevo horror de la realidad parecía reclamarle nuevas
letras de fuego. Artistas así nunca están satisfechos, porque su arte no
puede complacerse, ni puede sentirse nunca completo. Sus formas son
retratos de un alma atormentada que no comprende cómo el mundo tolera
tantas infamias, cómo se pliega a los convencionalismos, cómo se remansa
en la conformidad.
Hasta en sus últimos tiempos, cuando ya evidentemente no pintaba para
las galerías ni para los críticos sino para dialogar con sus pasiones y
con sus pensamientos, la serenidad de los espacios inmóviles y el
erotismo de las figuras solitarias están siempre amenazadas por grandes
felinos que parecen condensar todo el peligro que se cierne siempre
sobre nosotros aún en la mayor seguridad, aún en la mayor certeza.
Carlos Granada ha muerto, pero su obra seguirá entre nosotros, así,
dispersa, siempre a punto de recomenzar, porque no fue el deleite de un
artífice sino el temblor de un hombre que nunca aceptó la indignidad de
su tiempo, de un artista para quien el papel y el lienzo desnudos eran
apenas la inminencia de un grito, para quien la paleta estaba a punto de
estallar en tempestades y en rebeliones. No es paz en su tumba lo que
pedimos, sino que su inquietud y su indignación sigan vivas en el mundo,
y nos ayuden a creer que otra realidad es posible, y que sólo la pasión
y el rigor pueden engendrarla.
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* William Ospina es escritor y traductor. Estudió derecho y ciencias
políticas en la Universidad Santiago de Cali, pero abandonó la carrera
para dedicarse al periodismo y a la literatura.